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A veces no nos damos cuenta de que estamos en guerra con nuestro propio pasado. No lo decimos en voz alta, pero la batalla está ahí: en la incomodidad de recordar ciertas etapas, en el juicio que hacemos sobre decisiones que ya no entendemos, en esa sensación de que “debí haberlo hecho mejor”. Es curioso: exigimos más a quienes fuimos que a cualquier otra persona en nuestra vida.
Pero la realidad es mucho más simple y más humana: tu historia no está hecha de errores, sino de intentos. Intentos sinceros, a veces impulsivos, a veces ingenuos, a veces valientes… pero siempre tuyos.
Reconciliarte con tus versiones pasadas significa mirarlas desde la madurez de hoy, no desde la dureza de ayer. Es recordar que esa persona, tú misma, estaba aprendiendo a vivir con las herramientas, el nivel de conciencia y la fortaleza que tenía en ese momento. Nadie puede pedirle más a una versión que aún no sabía lo que tú sabes ahora.
Tus etapas no son capítulos que debas censurar; son piezas que te construyeron. La persona que fuiste a los 15, a los 25 o a los 40 tenía razones, emociones, vacíos y esperanzas que tú, desde tu presente, ya no compartes. Y eso no la hace incorrecta. Te hace un ser humano en constante evolución.

Agradecer a tus versiones pasadas es comenzar a hablarte con otra voz. No la voz que te exige, sino la que reconoce:
“Sin ti, no estaría aquí.” Porque si lo piensas con honestidad, cada una de esas versiones —sí, incluso las más torpes, las más perdidas, las más tercas— te movió un paso más cerca de ti misma.
Al reconciliarte, descubres algo liberador: el pasado no tiene que gustarte para honrarlo. Puedes agradecerle la enseñanza sin repetir la experiencia. Puedes tomar el aprendizaje sin cargar la culpa. Puedes reconocer tu crecimiento sin seguir atorada en la historia.
Reconciliarte contigo misma también es permitirte cambiar. Aceptar que tus valores, tus prioridades, tus sueños y tus ritmos ya no son los de antes. Que lo que un día fue tu hogar hoy puede quedar pequeño, y que lo que un día te sostenía hoy puede incluso doler. Ese movimiento —ese ajuste profundo— no es traición: es evolución.
Cuando haces las paces con tu historia, dejas de pelear con el tiempo. Dejas de castigarte por no haber sabido lo que hoy sabes. Y por primera vez, te sientes completa: no porque todo haya sido perfecto, sino porque finalmente entendiste que cada versión tuya hizo lo que pudo para traerte hasta aquí.