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Durante mucho tiempo pensé que el perfeccionismo era una virtud. Que exigirme al máximo era sinónimo de disciplina, de excelencia, de éxito. Y sí, el perfeccionismo puede impulsarte… pero también puede asfixiarte.
El problema no está en querer hacer las cosas bien, sino en no permitirte ser humana mientras lo haces.
El perfeccionismo te promete control, pero en realidad te roba libertad. Te hace dudar de ti, aplazar tus sueños y vivir con una sensación constante de deuda contigo misma. “Podría haberlo hecho mejor”, “no estoy lista todavía”, “aún no es suficiente”, esas frases que parecen inofensivas, son las que te alejan de la paz.

He aprendido que la excelencia no nace del miedo a fallar, sino del amor por lo que haces. Cuando cambias la exigencia por intención, el resultado no solo mejora: se vuelve más auténtico.
A veces, soltar el perfeccionismo es el acto de madurez más elegante que puedes tener. Es permitirte existir sin condiciones. Es decir: así como soy hoy, ya es suficiente para avanzar.
La moda, el trabajo, las relaciones, todo se aligera cuando entiendes que lo perfecto no conecta, lo honesto sí.
Porque la belleza real está en el proceso, en las arrugas del intento, en el detalle que no salió como planeabas, pero terminó contando una historia más verdadera.
El perfeccionismo puede ser tu aliado si lo dominas… pero tu peor enemigo si te domina a ti. Aprende a usarlo como impulso, no como prisión.